
¿Un Estado carcelero por contrato? El Salvador como 'arma' de Trump

En un mundo donde las fronteras físicas se militarizan y los derechos humanos se relativizan según el pasaporte del detenido, la externalización punitiva se ha convertido en la nueva herramienta del imperialismo para mantener el control sin asumir costos políticos ni legales.
Bajo esta lógica, el gobierno de Nayib Bukele en El Salvador ha dado un paso más allá: no solo acepta el rol de gendarme regional, sino que se ofrece como prisión tercerizada del Norte Global, deteniendo en su territorio a migrantes deportados desde Estados Unidos, sin juicio previo ni debido proceso.
En este esquema, el migrante no es sujeto de derecho, sino una mercancía geopolítica. Y el Estado salvadoreño, lejos de ser soberano, se convierte en el operador logístico de una arquitectura represiva transnacional, donde los muros son más rentables cuando están lejos de casa.
El megaproyecto penitenciario del Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot), inaugurado por Bukele en 2023, se presenta ante el mundo como un emblema de eficiencia represiva. Con capacidad para 40.000 presos, vigilancia extrema y ausencia total de derechos básicos, este centro ha sido denunciado por múltiples organismos internacionales por prácticas inhumanas, condiciones degradantes y tortura sistemática.
El Salvador se consolida como plataforma regional de castigo, aceptando funciones penitenciarias extranjeras que lo sitúan peligrosamente en el terreno del "Estado carcelero por contrato".
Pero lejos de esconderlo, Bukele lo promociona como un modelo exportable, un "producto salvadoreño" que Occidente puede alquilar para gestionar lo que ya no quiere ver ni tratar. En este contexto, el acuerdo reciente con Estados Unidos para recibir a migrantes deportados, incluso sin cargos judiciales en El Salvador, revela un salto cualitativo: el país se consolida como plataforma regional de castigo, aceptando funciones penitenciarias extranjeras que lo sitúan peligrosamente en el terreno del "Estado carcelero por contrato".
Si la esencia de la soberanía radica en la capacidad de un Estado para ejercer justicia en su territorio según su propio marco legal, cuando el castigo se aplica por encargo, sin juicio, sin pruebas, sin defensa ni acusación formal, esa soberanía se vuelve una fachada.
En el caso salvadoreño, no solo se ha cedido territorio para el encarcelamiento de ciudadanos extranjeros sin delito cometido en suelo nacional, sino que se ha desmantelado el principio básico del debido proceso. No se trata ya de cooperación judicial entre países soberanos, sino de subordinación estructural a una potencia extranjera que dicta quién debe ser castigado y cómo, mientras que la legalidad salvadoreña simplemente se convierte en irrelevante. En ese sentido, esta 'alianza' escenifica una nueva inserción funcional de los Estados periféricos dentro de la maquinaria coercitiva de un imperialismo en crisis, que busca externalizar no solo las guerras, sino ahora también las prisiones.
Pero no nos engañemos: pese a la propaganda, Bukele nunca ha defendido un Estado fuerte, sino que es el tipo de administración dócil que tanto gusta a los amos de siempre, capaz incluso de alquilar su sistema penitenciario para consolidar su papel como instrumento geoestratégico del castigo imperialista, contra las —estas sí— naciones soberanas, como es el caso de Venezuela.
Esta 'alianza' escenifica una nueva inserción funcional de los Estados periféricos dentro de la maquinaria coercitiva de un imperialismo en crisis, que busca externalizar no solo las guerras, sino ahora también las prisiones.
En ese sentido, la decisión de encarcelar a 252 venezolanos sin ningún tipo de resolución judicial local, como denunció el fiscal venezolano Tarek William Saab, no es solo una anomalía, sino que pone en evidencia esta política sistemática donde la legalidad de los Estados se supedita al mandato de las potencias occidentales.
Así, no es de extrañar la fascinación que despierta Bukele entre sectores políticos y mediáticos del Norte Global. En su figura convergen el autoritarismo posmoderno, la espectacularización de la represión y la mercantilización de la justicia.
Occidente, incapaz de asumir las consecuencias de su expolio permanente sobre los pueblos del Sur, ha encontrado en modelos como el salvadoreño una válvula de escape para esconder bajo la alfombra las secuelas más crudas de su dominio global. Esto se manifiesta, además, de una forma descarnada en el aumento de los flujos migratorios, como resultado directo de sus guerras económicas, del saqueo sistemático y de las intervenciones militares que desestructuran naciones y desplazan pueblos enteros. Y ahora, delegando la brutalidad a gobiernos periféricos dispuestos a asumir el coste humano de mantener este desorden global.
Bukele es funcional a esa lógica, representando la fachada moderna del viejo colonialismo penal. Pero lejos de ser un fenómeno local, El Salvador encarna una avanzada del nuevo paradigma represivo global. Y aunque la externalización de funciones represivas no es nueva, su intensificación en las últimas décadas revela una tendencia estructural del sistema-mundo capitalista: delegar el castigo, tercerizar el encierro, subcontratar la violencia. Países como Libia, Turquía, México o Papúa Nueva Guinea han sido convertidos en antesalas del infierno para migrantes, a cambio de compensaciones financieras o apoyo político. En todos los casos, el objetivo ha sido evitar que la crisis humanitaria, abonada con la sangre y los recursos expoliados al resto del mundo, cruce las fronteras del apacible jardín de Borrell (incluido el jardín americano).
No obstante, el caso salvadoreño va más allá, ya que no solo se limita a impedir el paso de migrantes, sino que institucionaliza un modelo donde la reclusión de personas extranjeras —sin haber cometido delitos en el país receptor— se transforma en una "oferta de servicios" represivos.
El Salvador asume el rol de subcontratista penal de Estados Unidos, una figura que degrada al Estado a mero gestor de centros de reclusión privatizados en términos geopolíticos.
En este contexto, El Salvador asume el rol de subcontratista penal de Estados Unidos, una figura que degrada al Estado a mero gestor de centros de reclusión privatizados en términos geopolíticos. Más aún: la motivación económica detrás de este acuerdo evidencia la dependencia estructural que sigue marcando la relación entre Washington y los países centroamericanos, donde la soberanía se sigue negociando al peso del dólar.
Además, en el caso de los migrantes venezolanos, Bukele ha asumido también el rol de intermediario en una operación que busca extorsionar a Venezuela, ofreciendo a sus ciudadanos como moneda de cambio en un eventual canje de "prisioneros". Esta lógica perversa —donde los seres humanos son tratados como fichas en un tablero— sitúa a El Salvador como agente activo de la guerra híbrida contra Venezuela, en alianza servil con Washington.
Lo que se juega en El Salvador no es un episodio aislado, sino un ensayo general de una arquitectura represiva internacional donde los países del Sur Global son convertidos en cárceles por encargo. Y el precedente es gravísimo: si se permite que un país encarcele personas a pedido de otro, sin base legal propia, se dinamita cualquier posibilidad de aplicación de justicia.

Lo que se ensaya en El Salvador bajo el gobierno de Bukele debe servir de advertencia. Se está configurando un nuevo modelo de dominación imperialista donde la represión se terceriza, los migrantes se convierten en mercancía de canje y los derechos se subordinan al mercado de la seguridad. El castigo penal ya no responde a la ley, sino a la geoestrategia.
Bukele se ha puesto en evidencia como gerente de la violencia al servicio de un orden decadente que necesita reinventar su poder a través del miedo. Por eso, denunciar este modelo no es solo un acto de solidaridad con los migrantes secuestrados o con los pueblos soberanos perseguidos, es una tarea urgente de defensa de la humanidad. O enfrentamos esta lógica de encierro globalizado, de mercantilización de la justicia, o seremos cómplices —por acción u omisión— de una nueva fase del autoritarismo capitalista que pretende esconder su crisis tras barrotes exportables.
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